La miniserie Adolescencia, recientemente estrenada en Netflix, no sólo sacude por la potencia de su relato, sino que obliga a mirar con ojos críticos la realidad de las instituciones educativas. En especial, el episodio 2, íntegramente dedicado a la escuela, expone con crudeza las múltiples carencias en el abordaje de los estados emocionales de los alumnos. Las imágenes, los diálogos y los silencios revelan una escuela desbordada, sin herramientas ni sensibilidad, ante una tragedia: una alumna ha sido asesinada por un compañero, y a tan solo tres días, todo parece continuar como si nada hubiera pasado
Desde Argentina, la asistente social y especialista docente María Virginia Calvo se sumó al debate que generó la serie con una mirada clara y urgente: “No podemos seguir mirando para otro lado. La serie muestra lo que ya ocurre en muchas escuelas: una absoluta falta de acompañamiento, cuidado y protección. Es urgente trabajar en la construcción de grupalidad y en el fortalecimiento de los vínculos”.
Dos personajes condensan con fuerza ese abandono: Adam y Jade. Ambos estudiantes, racializados, atraviesan violencias distintas pero profundamente conectadas. Adam sufre hostigamiento constante y naturalizado; Jade, un profundo desamparo emocional en medio del duelo. Lo que los une es una mirada institucional que los excluye, los señala o los borra.
Adam no recibe insultos explícitos, pero sí gestos humillantes: en el comedor, tras terminar de comer, dos compañeros le dejan las sobras de su comida, envoltorios y basura en su plato; luego otro alumno lo arrincona y le pide plata. En el aula, cuando presentan al policía como su padre, lo ridiculizan con la onomatopeya de un cerdo. El hostigamiento está cargado de desprecio, pero es sutil, solapado, y por eso mismo más difícil de abordar. La pasividad de los adultos que lo ven sin intervenir agrava la escena. El profesor apenas le dice “después lo hablamos”. El padre, en una escena brutalmente honesta, se queda tranquilo cuando el hijo le dice que no se expone en redes, como si el bullying no existiera fuera del mundo digital.
Jade, por su parte, vuelve a la escuela apenas tres días después del asesinato de su mejor amiga. Busca consuelo, busca que alguien la abrace, que la escuche. Pero lo primero que recibe es una advertencia vacía: “Te dije que no deberías haber venido hoy”, le lanza la preceptora. No hay una palabra de afecto, no hay lugar para la tristeza, ni para el llanto, ni para el silencio.
"Jade necesita ser acompañada, mirada, cuidada. Está iniciando un proceso de duelo que va a requerir tiempo, palabras, y sobre todo presencia afectiva. Pero la escuela le niega todo eso. La deja sola, en un aula que la ignora y en pasillos donde nadie parece registrar su dolor", afirma Calvo.
En una de las escenas más conmovedoras del capítulo, Jade sale de la escuela y se detiene en la puerta. Gira sobre sí misma, como si buscara a alguien. Espera. Espera a Katie, la amiga que ya no está. Espera también que alguien la abrace, que le diga que su dolor importa. Pero nadie aparece.
"Adam y Jade no sólo están solos en sus dolores. Están además racializados, vistos como cuerpos ajenos, ajenos incluso al derecho a sufrir, a enojarse, a ser cuidados. La violencia escolar tiene mil formas, y esta serie las nombra con una claridad estremecedora", agrega la especialista.
La subordinación de la escuela a la autoridad policial también es un punto de alerta. Mientras el director intenta convencer a los padres de que el hecho “no ocurrió dentro del colegio”, la policía interroga a los estudiantes dentro del edificio, buscando pruebas para un caso que ya está resuelto. La lógica del miedo reemplaza a la pedagogía, y los adolescentes quedan, una vez más, expuestos y desamparados.
Calvo propone que el episodio sea proyectado y analizado en todas las escuelas del país: "Pero no con una mirada superficial, sino con una lente ultramicroscópica, que permita desmenuzar cada gesto, cada omisión, cada palabra que se dice —y las que no se dicen—. Este debe ser un insumo de trabajo para la formación docente en todos los niveles y tipos de gestión", insiste.
"La responsabilidad del sistema educativo en comunidad es responder con saberes, con profesionalismo, con formación emocional. No hablo de culpas, hablo de responsabilidades. Y esas responsabilidades empiezan por reconocer lo que sucede, por escuchar lo que duele, por crear espacios de humanidad en la escuela. Cuanto más conozcamos las virtudes, las fortalezas y también las fragilidades de quienes compartimos el aula, más afectividad estaremos promoviendo".
En este sentido, Calvo destaca que el objetivo no es solamente estimular comportamientos prosociales., sino también enseñar a hacerlo. Enseñar a acompañar, a cuidar, a proteger. Enseñar ternura modelando con el ejemplo, legitimando los sentimientos, enseñando a los estudiantes cómo se construyen los vínculos. Esa es una de las funciones fundamentales del rol docente.
Cuidar la salud mental desde la cuna es una tarea que no puede seguir siendo postergada. La escuela debe asumir un rol activo desde la primera infancia, acompañando cada etapa del desarrollo con sensibilidad, escucha y respeto. Cada silencio, cada palabra, cada movimiento tiene algo para decirnos. Es urgente aprender a leer esos mensajes y actuar en consecuencia, con una ética del cuidado que atraviese toda la experiencia educativa.
En Adolescencia, la ficción se vuelve espejo. Y ese reflejo interpela. La pregunta que queda flotando no es sólo qué están haciendo las escuelas, sino si están dispuestas a alcanzar nuevos modelos superadores. Porque como dice Calvo: “Si no lo hacemos ahora, ¿cuándo?”.